James Rhodes conquista, revoluciona y deja huella en el Auditorio Mar de Vigo

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Faltan 18 minutos para que empiece el concierto de James Rhodes en el Auditorio Mar de Vigo y decenas de personas forman una cola interminable en el exterior del edificio. El recital, enmarcado en su gira “Fire on all sides” –que toma el título en inglés de su último libro-, ha colgado el cartel de “Entradas agotadas”.

Dentro, todo está preparado para su actuación. Las luces permanecen apagadas y en su lugar se recrea un “efecto de luz estelar” que el propio Rhodes elogió en su perfil de Twitter. En el telón de fondo se puede leer su nombre, james:rhodes. Un piano Steinway D. ocupa el lateral derecho del escenario. Dos focos iluminan el instrumento formando un círculo perfecto. Y un micrófono sobre dos toallas espera su turno.

A las 21:38 llega el momento. Aparece el pianista británico con su vestimenta habitual: sudadera, pantalón vaquero negro y zapatillas deportivas blancas. Rompiendo los esquemas habituales de la música clásica. Silencio absoluto. Se sumerge en el piano para interpretar la Partita n.º 1 en Si bemol Mayor de Bach. Sus dedos bailan con soltura sobre las teclas. Aquí no hay lugar para la timidez. Las caricias se alternan con golpes intensos, emocionando al más impasible de la sala. Y cuando regresa a la superficie, lo recibe una marea de aplausos.


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Se pone las gafas, coge el micro y expresa un sutil: “Moitas grazas”. Aplausos. “Boas tardes”. Aplausos. Empieza a hablar en castellano afirmando que lleva meses aprendiendo el idioma “despacito…” (guiño al tema de Luis Fonsi) pero que todavía no lo domina por lo que se pasará al inglés para no parecer el “típico gilipollas”, y añade: “Fuck Donald Trump!”.

Las risas se alternan con los aplausos. Será la tónica habitual en cada una de sus intervenciones, donde introduce -con dosis de humor- cada una de las piezas con una breve explicación del autor, el contexto en el que se compusieron y qué sensaciones transmiten. De nuevo, se funde con el piano para interpretar Romanza del Concerto para piano n.º 1, de Chopin y Balakirev. Al finalizar, de nuevo ovación. Se desprende de su jersey para dejar al descubierto su ya conocida camiseta blanca con cuatro letras: BACH. “Hace calor”, señala.





Tras una breve explicación, regresa al piano con Chopin y la Balada n.º 3 en La bemol, un tema “increíble que desprende felicidad”. Agradece al público su entrega para continuar con Rachmaninov, autor cuyo nombre se tatuó en el antebrazo: “no hablo ruso pero espero que me lo hicieran bien”, apunta. A las 22:30 hace el primero de sus tres bises. Explica el mito de Orfeo de Euridice antes de deleitar a los asistentes con la ópera de Gluck. Y tras interpretar dos temas más, visiblemente emocionado por la admiración de los oyentes se despide con un tímido: “Thank you”.

Probablemente es la primera vez que muchos asisten a un concierto de música clásica y, probablemente, es la primera vez que lo hacen desde una perspectiva tan divulgativa. Sin convenciones. Sin restricciones protocolarias. Sin filtros lingüísticos. James Rhodes conquista, revoluciona, deja huella. Después de su concierto, la música clásica se ve con otros ojos.


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