Hay diferentes grados de machismo. La violencia de género es solo la consecuencia extrema de un sistema que comienza en lo pequeño, en un chiste, un comentario fuera de lugar… Casi todas las mujeres han sufrido alguna o varias experiencias en alguno de sus grados. No obstante, todavía existen personas que obvian los estudios que certifican la desigualdad, niegan la violencia estructural hacia las mujeres o que la sociedad está construida bajo una estructura patriarcal. Y también hay quien, aun reconociéndolo, considera que esas situaciones no afectan a su entorno. Cuatro gallegas de diferentes ámbitos comparten sus vivencias de desigualdad o discriminación, similares a las de millones de mujeres. Porque que algo se niegue o no se vea, no quiere decir que no exista.
Andrea Prieto, 32 años
Cangas. Percebeira
“El viernes dije que estaba embarazada y el lunes me despidieron”. Así resume Andrea Prieto la situación a la que se enfrentó durante el embarazo de su primera hija. Prieto trabajaba en una juguetería con un contrato como empleada indefinida y decidió tener un hijo. “Fui a por él porque tenía una estabilidad”, explica.
Aunque la ley exime a la trabajadora de comunicar el embarazo a la empresa, ella decidió hacerlo pronto para que sus jefes tuviesen el tiempo suficiente de organizar sus futuras faltas por revisiones médicas y posterior permiso de maternidad. Prieto se reprocha ahora esa premura, aun cuando sabe que no cometió ningún error.
Lo comunicó un viernes y ella ya notó entonces que la noticia no había sentado bien. “Me dijo enhorabuena, pero con una cara que parecía que me daba el pésame”, recuerda sobre su jefe de entonces que regentaba la juguetería con su mujer. El lunes se interesaron por saber cuándo daría a luz: noviembre, justo cuando empieza la campaña de Navidad y, por tanto, una temporada de mucho trabajo en el negocio. “Los dueños me dijeron que habían pensado que era mejor que me fuese al paro y que podría volver más adelante”, recuerda Prieto. “Me quedé en shock”. La canguesa añade que hubo cierta voluntad, “al menos de palabra”, por parte de los dueños de la juguetería de volver a contratarla más adelante, pero la situación se enturbió según iban pasando los meses y tomó la decisión de buscar un nuevo empleo. Hoy reconoce que se arrepiente de no haber denunciado.
Su actual trabajo nada tiene que ver con la juguetería. Prieto es percebeira. Cuando empezó hace tres años era la única de Cangas. Hoy tiene dos compañeras más. Cuenta que los percebeiros la acogieron bien, aunque todavía tiene que soportar algún comentario inoportuno de vez en cuando: “No es la mayoría, pero esto es un mundo de hombres y a veces hay quien hace comentarios que no son agradables”.
Ana Gándara, 33 años
Salvaterra. Delivery manager (Ingeniera informática)
El sector laboral de Ana Gándara es de los más recientes. Trabaja como ingeniera informática y está especializada en acompañar a sus clientes en la creación de productos tecnológicos que buscan el mayor aporte de valor y productividad de los equipos. “Es un sector muy nuevo y creo que, por eso, en general, no percibo un machismo arraigado, somos gente joven”, explica. No obstante, matiza que moviéndose en un ámbito tan masculinizado siente que “de entrada, por ser chica, tienes que demostrar que vales técnicamente, cosa que a un chico se le presupone”.
Gándara ha vivido múltiples situaciones incómodas y graves a lo largo de los años. En su última empresa se sentía apreciada por sus compañeros, todo hombres, pero tenía que escuchar comentarios de estos sobre otras mujeres. “Supongo que no se daban ni cuenta, porque realmente yo me sentía apreciada y si estimas a alguien, no haces eso”, argumenta. Puede parecer algo nimio, pero advierte que “cuando estás incómoda no puedes encajar en el grupo”. Así pues, su reacción fue la común: “Le sacas importancia porque tienes que sobrevivir”.
La situación más dolosa, recuerda, fue cuando buscaba trabajo en 2011. Acudió a una entrevista de selección y, mientras esperaba su turno, pudo escuchar la entrevista de un chico menos preparado que ella. Él no solo tenía menos experiencia laboral, sino que además la ingeniera dominaba las tecnologías en las que estaba interesada la empresa. “Me descartaron y no le di importancia, pero luego, por casualidad y a través de una amiga, supe que habían contratado a ese chico y que en esa empresa el jefe había dicho que no quería chicas guapas, solo hombres”. Hoy, gracias a una mayor seguridad en sí misma y a un mejor entono laboral, asegura que sobrellevaba mejor la soledad de ser minoría en su equipo. “Estar cómoda en tu entorno laboral obviamente te hace trabajar mejor”.
Sara. 33 años
Moaña. Arquitecta técnica
Cuando baja a pie de obra, Sara (que prefiere obviar su apellido) se diferencia del resto de trabajadores por su casco blanco. La identifica como la arquitecta técnica. No hay duda de que ella es la jefa y aun así tiene que enfrentarse en muchas ocasiones al ninguneo de algunos trabajadores. “No es algo constante, pero sí pasa, hasta en una ocasión tuve que llegar a alzar la voz y ponerme en las patas de atrás para dejar claro que la que mandaba era yo”, cuenta.
No solo ocurre a pie de construcción. “Trabajo casi siempre con arquitectos hombres y normalmente en las reuniones quedas en segundo plano, tienes que hacerte oír porque no se dirigen a ti”, denuncia. Y no solo le ocurre con ellos, también le sucede con las mujeres, “especialmente las que son más mayores”. Extiende el ejemplo a cuando una mujer acude a una tienda acompañada de un hombre: si la empresa trabaja en un ámbito masculinizado, como la construcción, la automoción o la tecnología, el vendedor tiende a prestar más atención al hombre.
A pesar de todo, Sara asegura que lo peor no se lo ha encontrado en el oficio, sino durante su carrera universitaria, donde había más mujeres estudiando que hombres. Los comentarios machistas provenían de profesores que define como “de la vieja escuela”. Tanto fue así que pensó en abandonar: “El primer día de clase un profesor dijo que qué bien que había tantas mujeres, que cuando él empezó tenía pocas y las ‘hijas de puta eran feas”. Cuando visitó una obra en el segundo curso de carrera tuvo que soportar los comentarios obscenos de los trabajadores delante del profesional al que acompañaba. Recuerda perfectamente que eran cuatro pisos y dos sótanos y que lo aguantó en cada una de las plantas.
Asegura que ha aprendido a sobrellevarlo, contestando o ignorando según la ocasión. Pero ello no implica que se haya librado del coste emocional que supone: “No puedes perder los papeles, aunque a veces quieras; tienes que ser más profesional que ellos”.
Rebeca Díaz, 47 años
Sarria (Lugo). Directora de la Facultad de Telecomunicaciones de la UVigo
Cuando Rebeca Díaz estudiaba Telecomunicaciones, en la Universidad de Vigo, hace más de 20 años había tan solo un puñado de chicas en su clase. “En aquella época no se hablaba mucho del tema y yo estaba acostumbrada porque venía de una rama de ciencias puras y ya en el instituto éramos solo 6 en un grupo de 42”, recuerda Díaz. Hoy es la directora de la Facultad en la que se licenció y dice que “las cosas no han cambiado mucho”.
Apenas hay mujeres en los pasillos de esta Facultad. Díaz ofrece algunos datos sobre ello: de las 30 personas que componen su departamento solo 5 son mujeres; en toda España son solo 2 las catedráticas de su especialidad, Ingeniería Telemática.
Aclara y subraya que ella nunca se ha sentido discriminada, ni por sus compañeros de estudios ni por sus colegas de ahora, aunque sí ha escuchado algún que otro chiste, especialmente en la época de estudiante, que decidió tomarse “de forma positiva”.
No obstante, reconoce en la propia falta de mujeres un síntoma de desigualdad. Los factores que explican este desequilibrio, no solo en esta facultad, sino en todo el ámbito científico tecnológico, son muchos, pero Díaz señala una cuestión: “Las mujeres que intentamos ayudar en este campo, siempre participamos en talleres para niños, a los que yo voy encantada, para crear referentes, pero veo que mis compañeros del sector lo perciben como algo necesario, pero de lo que se ocupan las mujeres; ellos deberían involucrarse más, deberían percibirlo como un problema propio”.
Los entornos masculinizados son hostiles para las mujeres. Incluso cuando no existe ningún tipo de discriminación directa, los sesgos intrínsecos de una sociedad machista aparecen: un igual prefiere a otro igual para relacionarse. Así, un hombre blanco, heterosexual, tiende a elegir como compañero, subordinado o jefe a otro hombre de iguales características. Solo las mujeres sobresalientes y perseverantes logran adentrarse en esos círculos.