El tiempo pasa, y con él se lleva la vida. La de todos nosotros y nosotras, pero también la de una ciudad como Vigo. No sucede de golpe, son pequeños detalles que, sin embargo, cambian el día a día. Una persiana que no vuelve a subir, una fachada que pierde el color en favor de una maleza que lo cubre todo. El Vigo de los astilleros, el de la Panificadora, el de los talleres familiares o los cines de barrio. Todo eso que fue y ya no es, una ciudad que Hugo Izarra plasma con su proyecto "Vigo Desaparece".
La suya no es una cruzada contra el progreso, sino una resistencia íntima contra el olvido. Tras la cuenta de Instagram @vigodesaparece, Izarra impulsa un archivo emocional que reconstruye con minuciosidad memorística la ciudad que vivimos. "Esto es un álbum para las futuras generaciones", dice, con la calma de quien ha aprendido a mirar el tiempo de frente.
La idea nació de la mano de otro proyecto, Vigo Fantasma, que junto al fotoperiodista Miguel Núñez documentó durante meses el lento deterioro de edificios industriales y comercios históricos. Lo que comenzó como una serie de instantáneas de la ruina acabó siendo una reflexión sobre la identidad. "Nos convertimos en notarios de la degradación", cuenta Izarra.
Ahora, Vigo Desaparece no se presenta como un lamento. Es también un ejercicio de reparación, un acto de amor hacia una ciudad vivida, pateada, disfrutada. Porque para Izarra, esta cartografía emocional es también personal. Durante más de dos décadas, la enfermedad de su padre lo mantuvo en una suerte de reclusión en un piso de Coia, lejos del pulso del centro, viviendo Vigo en diferido. "Fue como regresar de un exilio", dice al recordar el día en que volvió a caminar sus calles tras la muerte de su padre. "El Vigo donde una vez fui feliz ya no existía. Y el que compartí con él, había desaparecido por completo".
Ahí comenzó la reconstrucción. Armado con un archivo propio de fotografías tomadas casi sin intención, y con imágenes del álbum familiar de su padre -un fotógrafo aficionado con mirada de autor-, Izarra empezó a levantar una ciudad paralela, hecha de lugares que ya no están pero que siguen siendo esenciales: el taller de Casiano Martínez donde su padre reparaba televisores, los escaparates de Spica o Electroson donde comprar componentes era un ritual. "Eran zonas seguras donde me sentía feliz y me trataban con cariño", confiesa.
Entre todos esos pequeños templos del pasado, se yerguen símbolos para todo vigués o viguesa. La Panificadora, tal y como reconoce el propio Izarra, "es nuestra catedral brutalista". Su imagen despierta en redes un eco casi unánime de nostalgia colectiva.
"Vigo Desaparece" es un proyecto retrofuturista, una combinación de archivo, ilustración y arqueología emocional. Pero, sobre todo, es una excusa para el diálogo entre generaciones. Porque la ciudad que fue sigue ahí, en la memoria colectiva de quienes la habitaron. Y en quienes hoy, gracias a iniciativas como esta, pueden preguntarse por primera vez: ¿todo esto existió alguna vez? Sí. Existió. Y fue hermoso.
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